
En cierta ocasión, se vistió de pobre y al pasar por la cocina observó en
un rincón una angosta puerta para él hasta entonces desconocida. Descendió el
largo, lóbrego y húmedo trecho de escaleras que conducía a un sótano, de
reducidas dimensiones y calor asfixiante, en el que un carbonero sentado en un
montón de cenizas, atendía la caldera de palacio.
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